sábado, 25 de septiembre de 2010

si usted tiene muchas ganas de reír...

En el jardín de infantes aprendemos lo básico de la vida: que no hay que sacarse los mocos en público hurgando con nuestros dedos, que hay que pedir permiso para ir al baño y que la merienda grupal es una de las actividades más felices del mundo.

Una de las grandes cosas que aprendemos, es que si tenemos muchas ganas de (llenar con actividad emocional a piacere) y no hay oposición, no debemos quedarnos con las ganas.

Sin embargo a medida que crecemos nos vamos moderando de a poco. Medimos lo que decimos, racionalizamos lo que sentimos.

Lejos quedó la gloria del guardapolvo a cuadros.

Y nos vamos tragando de a poco un millar de sentimientos que no expresamos, que no gritamos y que no reímos.

Y cada vez más se abre el vacío que nos conectaba con esas emociones.

Cuando una risa nos sorprende desprevenida estalla y nos desacomoda. Quizás nos ruboriza.

Cuando el llanto nos invade nos recluímos en un lugar privado, nos tapamos las manos con la cara. Este último acto no se si lo hacemos en orden de recluirnos o de auto-abrazarnos y auto-contenernos.
De todas formas nos averguenza. Nos tapamos. LLoramos contra algo.

Y esto solo hablando de risa o llanto.

¿qué pasa cuando nuestro sentimientos afloran ante la compañía del otro?
¿porque no nos enseñan que si tenemos muchas ganas de decir te quiero no deberíamos quedarnos con las ganas?

No es la oposición lo que nos cohibe. Es el vacío de expresar lo que sentimos. Dejarlo volar en el aire. Sentir que si lo sacamos nos quedamos sin nada.
Es la presunción de que a nadie le importa. De que a "el otro" no le importa. Y el miedo, ese terrible enemigo interno, a no ser correspondidos.

No ser correspondidos no es oposición.
Lo siento, pero te quiero.
Y nadie, NADIE, debería oponerse a que lo querramos.
Sobretodo porque para poder querer a alguien se tuvo que haber dejado...

Pero ese querer, es también que nos quieran.
Lo siento, pero quiero que me quieras.
Y ahí está, cagándosenos de risa en la cara, la puta oposición.

Si hay algo más difícil que decirle a otra persona que la queremos, es aceptar que cuando uno dice querer, en realidad está pidiendo que lo quieran.

Yo no sé si tengo ganas de reír, o de aplaudir, o de cantar. Al menos no así.

¡Cómo explicarle a la señorita del jardín!

Que tengo ganas de reír, o de soñar, o de desmayarme, a tu lado.

Y que inexorablemente hay oposición.

Y que, vacía, me quedo con las ganas...

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